PRÓLOGO

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Carla estaba convencida: iban a morir

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Carla estaba convencida: iban a morir.

La carretera solitaria ascendía entre los pasos y desfiladeros del parque natural de Despeñaperros, en el límite meridional de Sierra Morena; serpenteaba por el terreno como si fuera un reptil en constante movimiento. Las ramas de las encinas y de los alcornoques querían inclinarse ante el paso del Peugeot 305 blanco, que se deslizaba de lado a lado de la vía, mientras tomaba las cerradas curvas que iban apareciendo ante él.

Carla no solía ser una conductora agresiva; es más, ante la luz rojiza del atardecer y las crecientes sombras, su sentido común le habría recomendado un poco más de precaución. Sin embargo, la aguja del cuentakilómetros tendía solo a disminuir al principio de cada curva. Embestía con su pie a fondo el pedal, incluso invadiendo el arcén en ocasiones.

Su marido, Álex, estaba detrás con el niño, agarrándolo con fuerza. De este modo, intentaba minimizar el zarandeo constante y agresivo que, curva tras curva, arrastraba sus cuerpos por todo el asiento.

―Cariño, no pasa nada, mi vida. Mami está jugando a los pilotos de carreras ―dijo Álex secando una lágrima de la mejilla de su hijo—. ¿Ves como es malo ver tanta tele?

Intentó, sin éxito, forzar una sonrisa en el asustado niño.

―No me gusta ―susurró—. Tengo miedo, papi.

―Tranquilo, Jackie, mamá solo tiene un poco de prisa; ya llegamos a la casa de la playa ―dijo sin mucho convencimiento, cosa que su hijo notó.

El viento balanceaba el coche, a la par que traqueteaban las ruedas en el asfalto cada vez con más violencia. El niño, de ocho años, entrecerraba los ojos sin poder distinguir el paisaje; lo vislumbraba a duras penas en la oscuridad. Aquello acrecentaba su sensación de pánico.

―¡Mamá!, pis, ¡para, mamá! ―sollozó en un quejido apenas ininteligible.

―No puedo, mi amor; más adelante, aguanta un poco. ―La mujer se pasó el dorso de la mano por la frente, húmeda. El pie, como si estuviera agarrotado, permanecía casi hundido en el pedal del acelerador.

La aguja del cuentakilómetros se disparaba en las escasas rectas, donde sus cuerpos podían descansar del brutal zarandeo. La aceleración los terminaba empotrando contra el respaldo, como si se tratara de la fuerza gravitatoria.

―¡¡Carla, cálmate!! ¡Baja la velocidad! Cariño, estamos lejos... Hace rato que no vemos nada y ellos van a pie ―dijo el hombre.

Su mujer no logró encontrar algo a lo que agarrarse en aquellas palabras; ambos sabían que las leyendas que toda su vida habían creído falsas eran ciertas. Dudaban de que pudieran volver a sentirse a salvo en algún momento.

 Dudaban de que pudieran volver a sentirse a salvo en algún momento

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El resurgir de los titanes [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora