Capítulo 31: Confusión

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¡Ay de mí!, yo que pensaba saber

de amores, sé tan poca cosa,

porque de amar no me puedo abstener

a la que sin piedad es tan hermosa.

Me robó el corazón, me robó a mí,

a ella se robó, y robó a todo el mundo,

nada me deja al privarme de sí,

sólo ansiedad en el pecho infecundo (1)

Solo podía encontrar refugio en un lugar, y ese era la iglesia

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Solo podía encontrar refugio en un lugar, y ese era la iglesia. Apenas tuvo un momento libre esa mañana le pidió a sus doncellas que la acompañaran a rezar. Una vez frente a la cruz, Bruna intentó sentirse en paz. Se puso de rodillas, miró a Jesús crucificado, y contuvo las lágrimas. No había podido dormir, ya iban varias noches en las que la angustia la ahogaba.

No dejaba de pensar en todo lo que sucedió. En lo que en verdad sentía por Guillaume, y en qué iba a hacer con el juramento que le hizo a otra persona. Si fuera solo por él tal vez hasta habría recibido con entusiasmo su propuesta, pues también era consciente que la única forma en que la sociedad y su esposo aceptarían verlos juntos era siguiendo la farsa de la finn' amor. Pero no era solo eso, temía por el juramento que hizo aquella vez.

"Juro por nuestro Dios amarte y serte fiel el resto de mis días, tú siempre serás el único", esas fueron sus palabras. Él también repitió algo así, aún recordaba cuán feliz estuvo aquella vez, cómo le latió el corazón emocionado al pronunciar esas palabras. Palabras que ya no ardían en su pecho, al contrario, solo la atormentaban.

—Mi señora, qué bueno verla aquí. —La voz del padre Abel la hizo girarse. Él la quedó mirando con algo de sorpresa, tal vez al darse cuenta de que su semblante no era el de siempre—. ¿Os sientes bien?

—Buen día, padre —contestó ella—. Estoy bien, o lo intento. Vine a rezar.

—En tal caso, lamento haber interrumpido vuestras oraciones. Quise hablar con vos de un asunto, pero lo dejaremos para después. Solo sepa, señora, que aquí estoy para cualquier cosa que necesitéis —ella asintió.

Tal vez el padre Abel no podía entender sus sentimientos, ni siquiera podía comprender los miedos de su corazón. Pero los sabía bien, pues ella le contó en confesión. ¿Y si pedía consejo con él? Después de todo lo que más le atormentaba era el asunto de su juramento.

—Padre, necesito haceros una pregunta. Y quiero que me respondáis con sinceridad. Es muy importante para mí —él asintió. Abel se arrodilló a su lado, y la miró a la expectativa.

—Por supuesto, ¿qué duda os aqueja, señora?

—Quisiera saber algo. ¿Dios castiga a los que rompen un juramento?

La Dama y el Grial I : El misterio de la OrdenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora