Darryl es un aprendiz de carpintero con la mente puesta en su futuro y responsabilidades, sin tiempo para distracciones amorosas. Willow, protector milenario de su bosque, sueña secretamente con ver las tierras que hay más allá. Cuando ambos se encu...
Darryl dio otra vuelta en la cama. Una parte de sí se sentía avergonzado. Él nunca había sido perezoso. Sin embargo, desde que regresara del bosque, las fuerzas le habían abandonado sin que él pudiera hacer mucho al respecto. Pronto ya no pudo trabajar. No se concentraba. Sus manos temblaban al contacto con la madera y el cincel y los trazos que de ellas salían se volvían torpes. La decisión de Roland al respecto fue clara: el chico debía de haber enfermado, así que lo mandó sin contemplaciones de regreso a casa de su madre para que pudiera descansar y se recuperara.
Y así había permanecido hasta entonces, postrado en su cama, al cuidado de su familia sin más ambiciones que ver los días pasar. Incluso en la bruma de sus pensamientos confusos, se preguntaba si acaso Roland intuía cuál era la verdadera naturaleza de su mal. Y es que lo que le había sumido en tan humillante situación no era una simple gripe, sino una herida de amor. El mismo amor, prohibido, pecaminoso, que ya se hubiera llevado parte de su sesera hacía tiempo.
Aburrido de su propio malestar, el muchacho sacó la cabeza de entre las sábanas. Desde ahí, observó cómo su madre removía el puchero. La buena mujer tomó un cuenco y vertió en
el algo de sopa humeante. Cuando se acercó a su hijo, este royó la almohada de pura frustración. Debía ser él quien cuidara de su madre y de su hermana, no al revés, pero su tristeza lo había convertido en un despojo y, por lo tanto, en una carga.
—Toma —le indicó Edith—. Te calentará el estómago.
—No la necesito. Guárdala para ti.
—¡Tonterías! Tienes que comer si quieres reponerte. ¡Venga, es sopa de hinojo! La hacía tu abuela cuando las tripas se me retorcían y siempre regresaban a su sitio.
El joven normalmente hubiera protestado, pero carecía de fuerzas incluso para eso. Refunfuñando y con dificultad, se incorporó y tomó el cuenco. Sorbió su contenido poco a poco, paladeando de más aquel regusto agridulce que ciertamente le reconfortaba las entrañas. Por el rabillo del ojo, distinguió una leve sonrisa de alivio alzarse en el rostro de Edith.
—Mientras dormías ha venido Roland a verte —anunció esta.
La alarma hizo que todo el ser de Darryl se exaltara para después volver a agotarse. Se dejó caer de nuevo sobre el colchón de heno.
—¿Por qué no me has despertado?
La mujer se encogió de hombros.
—Parecías estar tan en paz, que el mismo Roland me dijo que no te molestara. Y tenía razón, para una vez que duermes sin pesadillas, más valía que descansaras. ¡Hay que ver, hijo mío, qué mala fiebre te ha apresado!
El flagelo de la culpa lo atizó otra vez. Su madre aún creía que lo que le afectaba era un mero constipado. ¿Qué diría si supiera la verdad? Que la negativa de un doncel de los bosques le había condenado al infierno y lo había apartado de todo lo que su gente consideraba virtuoso... Como el niño pequeño que apenas se permitió ser, temía la desaprobación de su madre. Aún así el silencio no había servido más que para ralentizar su curación. Como una flema continuamente tragada, sintió que había llegado la hora de expulsarla.
—Madre... —lloró—. Yo no estoy enfermo...
Edith se volvió hacia su hijo con extrañeza.
—¿Cómo que no estás enfermo? ¿Y se puede saber qué tienes entonces?
La garganta de Darryl dolió por el nudo a medio deshacer que aún la atenazaba.
—Yo... nunca me había sentido así, madre. Yo estoy triste...
La mujer tomó a su hijo de las manos y las amasó con cariño.
—Nunca habías mostrado tristeza —recordó—. Ni siquiera cuando tu padre se nos fue de este mundo...
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La mirada de compasión de su madre, junto con la suavidad de su tono, le rompieron. El llanto brotó del muchacho con la fuerza de un pozo recién descubierto que no quería dejar de manar. Darryl apenas podía hacer frente a la marea que no sabía que siempre había yacido dentro de él, aguardando a que algún día finalmente la liberara. No entendería hasta mucho más tarde que aquel había sido el origen de su mal, demasiadas emociones agolpadas tras una vida entera negándose a sentir. Al tiempo que su coraza se deshacía bajo olas de lágrimas, Edith le acariciaba la espalda y le tarareaba una dulce canción.
—No te guardes nada, amor mío. Sea cual sea tu pena, déjala salir —susurró amorosa.
—Siento vergüenza, madre.
—No la sientas. Te convertiste en hombre cuando aún no era hora, y hasta ahora has aguantado y respondido como tal. Mereces volver a ser un niño de vez en cuando, si lo necesitas. Si tu madre no te cuida ahora que puede, ¿Quién lo hará? —Edith sonrió de pronto, fascinada por sus fantasías—. A menos que me digas que todo este disgusto es por una chica, en cuyo caso me quedaré tranquila.
El llanto que antes parecía tan incontenible cesó de cuajo. Fue toda la señal que la madre de Darryl necesitaba para saber que tenía razón. La buena mujer dio un brinco de inesperada alegría.
—¡Ay, hijo! ¡Qué bien que este día al fin ha llegado! ¿Y quién es?
—No la conoces —contestó el joven entre hipos. No tenía fuerzas para explicarle a su madre la verdad. No quería que fuera ella la que terminase a su vez con el corazón roto.
—¿Acaso es de otra aldea?
—Algo así —moqueó Darryl.
Asimilada la noticia, Edith se puso a reflexionar. La conclusión de sus pensamientos acabó con un manotazo en la nuca de su hijo convaleciente.
—¿Se puede saber entonces cómo has terminado en tan lamentable estado? ¿Qué demonios hiciste?
—¡Madre! ¿Por qué das por sentado que yo hice algo?
—Porque yo te parí y sé que a veces, de tan trabajador, te conviertes en una mula de carga. Tanto que casi rebuznas, en vez de hablar. A saber qué habrás dicho para espantar a la pobre muchacha.
Un conato de lágrimas humedeció de nuevo los ojos del chico.
—Yo no le dije nada malo —se justificó—. Solo le pedí que se casara conmigo.
Edith reprimió otro grito de júbilo. Justo después, algo más alicaída, dedujo:
—¿Y ella te dijo que no?
Él le respondió con llanto renovado. Su madre suspiró y lo abrazó, paciente.
—Ay, hijo mío, ¿pero por qué no insististe?
—¡Lo hice! ¡Pero no quiso escucharme!
—Es que ese ha sido tu error —sentenció su madre, tras lo cual dejó de abrazar al muchacho y se colocó delante de él, enfrentándolo con una mirada llena de juicio—. Debiste hacer que ella escuchara.
La expresión de absoluta incomprensión del adolescente hizo que la mujer explotara en carcajadas.
—¡Qué iluso eres! ¿De verdad creías que solo tenías un intento? Como se nota que no sabes nada del amor.
—No entiendo.
—Por supuesto que no —espetó ella—, pero aquí está tu madre para enseñarte un par de cosas. Escúchame, hijo: el corazón de las damas es voluble. Por eso, solo se decantarán realmente por aquel que tenga la paciencia de conquistarlas. Aún recuerdo a tu padre... —Se sonrojó como la jovencita que una vez fue—. ¡No creas que fue el único joven del pueblo que me intentó cortejar! Aunque no lo creas yo una vez fui muy hermosa.
—Madre —le imploró Darryl agotado. Su madre le ignoró.
—Pero desde luego era el más tenaz. No paró hasta que yo accedí a casarme con él. Era un hombre que sabía lo que quería y no cesaba hasta conseguirlo. Esa es una fortaleza, una determinación que cualquier mujer admira. ¡Y tú te quiebras y vuelves cabizbajo ante el primer intento!
El joven pestañeó lentamente. Nunca había visto a su madre tan entusiasmada ni segura de algo.
—¿Me estás diciendo que lo único que tengo que hacer es insistir? ¿De eso se trata?
Edith le dedicó una sonrisa socarrona a su hijo:
—Veo que la cabeza aún te funciona a pesar de la fiebre —dijo, golpeándole la espalda.
El enfermo casi tiró la sopa que estaba tomando.
—¡Madre! —se quejó.
—No lloriquees —le reprendió ella—. Ahora tu deber es recuperar la salud. Solo así podrás ir a cortejar a esa chica antes de que te la quiten.
El muchacho se estremeció. Los recuerdos de Willow no lo abandonaban nunca, como una mala obsesión. Esta vez, sin embargo, la imagen del duende pelirrojo sentado plácido en su árbol se le hizo tan clara como una invocación. Aun en los estertores de la debilidad y la fiebre la promesa retumbó con intensidad dentro de él. No, no iba a dejar que nadie le arrebatara aquello con lo que la suerte o el destino le había agasajado. No iba a compartir la dicha de estar con Willow, pues la dulzura de su sonrisa y el éxtasis de su cuerpo le pertenecían.
Las palabras de su madre fueron toda la confirmación que necesitaba:
—Debes demostrar que tienes la intención de hacer lo que haga falta. Que vea que eres inquebrantable, un hombre de verdad. —Tras el firme alegato, Edith ayudó a su hijo a sostener el cuenco de sopa, su mirada retornó a la ternura maternal de costumbre—. Pero no puedes hacer nada de eso enfermo. Por ahora, concéntrate en sanar. Gana fuerzas, hazte con esa chica y ¡dame nietos!
Darryl rio lastimosamente entre flemas. En su estado febril, la cabezonería impenitente de su madre no podía más que sacarle una sonrisa.
—Está bien, madre. Así lo haré —prometió, y como si deseara dar pruebas de su renovada voluntad acabó su comida sin emitir queja.
Hecho esto, Darryl se recostó el lecho y cerró los ojos en un intento de reanudar una siesta reparadora. No lo consiguió de inmediato. La luz del mediodía que se colaba por las ventanas así como el barullo de su incansable madre le impedían quedarse dormido. Poco a poco, la fatiga propia de la enfermedad fue ganándole, su mente sumiéndose en esa suerte de lago neblinoso que separa el sueño de la conciencia. En esa frontera indefinida, varias ideas acudieron a él, enturbiándole el descanso. Eran los recuerdos de lo que Willow dijo la última vez que estuvo con él:
"No puedo si tengo que dejar al sauce....
Es el sauce, yo tengo que..."
Era el sauce, concluyó Darryl. Ese era el obstáculo para que el doncel pelirrojo y él estuvieran juntos: no la Iglesia, no que la gente opinara de ellos. Siempre había sido y sería el maldito árbol que Willow se negaba a abandonar.
En aquel océano confuso donde deseos y razón desembocan hasta mezclarse, el aprendiz de carpintero fue tallando lentamente su plan, hasta que el sueño lo raptara del todo.
Había localizado a su verdadero enemigo y ya empezaba a tener claro cómo iba a dar cuenta de él.
Mientras, en la parte de atrás de la casa, un hacha aguardaba paciente en la leñera a que alguien le diera uso.
A young man walked through the forest
With an axe sharp as a knife
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